Trump y el naufragio del ‘sueño americano’

Por Juan Carlos Schmid

El triunfo del empresario Donald Trump en las elecciones estadounidenses merece una reflexión, tratando de interpretar qué significa para quienes integramos el mundo del trabajo. Hay dos motivos claves para hacerlo. Por tratarse de la primera potencia mundial, lo ocurrido allí tiene repercusiones globales que, de un modo u otro, habrán de afectarnos. Pero, sobre todo, porque puso en evidencia algunas realidades que van más allá del resultado electoral.

Esa reflexión es tanto más necesaria cuando muchos de los que consideraban “imposible” que Trump llegara a la presidencia y calificaban de “mediática” su candidatura ahora lo catalogan como “populista”. Es un término que últimamente muchos comentaristas aplican a diestra y siniestra, a políticos y gobiernos de los más diversos signos ideológicos y modos de proceder. Lo hacen valer tanto para el chavismo venezolano como para el PT brasileño, los conservadores ingleses que promovieron la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea, los “indignados” españoles que formaron Podemos… y, claro, para el peronismo. Y como si esto fuera poco, ahora también para Trump.

Populismo. Es necesario aportar algo de claridad cuando se habla de populismo, un concepto que los estudiosos desde hace rato vienen debatiendo sin ponerse de acuerdo. Para unos, se aplica a movimientos liderados por caudillos que no tienen muchos miramientos por la “calidad institucional” a la hora de gobernar; para otros, es la expresión “radicalizada” de la democracia de masas; otros hacen hincapié en la composición social popular de quienes los apoyan; otros, en los programas socioeconómicos que proponen. Pero ninguna de las muchas definiciones académicas posibles es aplicable al “fenómeno Trump”. Lo que está ante los ojos de quienes quieran ver es algo mucho más preocupante: es la consagración de un oportunismo que medra con la tragedia social de nuestro tiempo.

El gran naufragio. Hay un término marítimo que me parece muy apropiado para este caso: raquear. Es la acción depredadora del que va a la zona de un naufragio no para rescatar posibles sobrevivientes, sino para apoderarse de lo que pueda haber quedado de valor, flotando en las aguas o arrojado a las costas. La victoria electoral de Trump se parece mucho a un raqueo. Está montada sobre una gran tragedia: el naufragio del tan mentado “sueño americano”, sobre el que se forjó el modelo estadounidense. La imagen de esa sociedad crisol de razas, donde cualquier persona, con voluntad, trabajo, esfuerzo y estudio tenía una oportunidad y podía forjarse un futuro, desapareció en las aguas turbulentas de las últimas décadas.

Esta realidad no es tan evidente en los centros de las grandes ciudades costeras norteamericanas, corazón de las finanzas, el comercio, el turismo, la diplomacia y las “altas esferas” políticas, que es la geografía donde viven las elites dirigentes y que suelen recorrer los visitantes del exterior. Pero en lo profundo de Estados Unidos, una creciente masa de la población sobrevive como náufragos en el país de los sueños rotos, de las expectativas fallidas, de las frustraciones.

Cinturón de óxido. Es la Norteamérica rural, donde antes predominaban las granjas familiares, que se endeudaron para tecnificarse y competir con las grandes corporaciones, y a las que los sucesivos “rescates crediticios” de los grandes bancos llevaron a la ruina.

Es la nación donde el desmantelamiento fabril ha creado un “cinturón de óxido”, formado por los cordones industriales desactivados, donde maquinaria e instalaciones se oxidan en el desuso, como se oxidan también las vidas de quienes trabajaban en ellos. Ciudades que supieron ser emporios de la producción hoy parecen una mala postal de Ciudad Gótica. Con un ejemplo alcanza: en Detroit, la meca de la industria automotriz, el cierre de plantas hizo caer en picada el cobro de los impuestos y tasas municipales, a tal punto que la ciudad se tuvo que declarar en bancarrota.

La esquizofrenia capitalista. En esas ciudades se comprueban la brutalidad y la esquizofrenia del capitalismo moderno. Los bancos, que incentivaron a la población a tomar préstamos para seguir alimentando el bienestar ficticio, armaron una escandalosa burbuja financiera, vendiendo las carteras de esos créditos. Y cuando la burbuja estalló, no dudaron en desalojar a quienes ya no podían pagar las hipotecas, aunque no tenían a quien venderles esas viviendas ni podían hacerse cargo de mantenerlas. Barrios enteros decaen en el abandono, mientras sus antiguos habitantes engrosan la población que vive en casas rodantes y las muchedumbres de los “sin techo”.

Esos trabajadores que habían visto a sus abuelos regresar como héroes de la Segunda Guerra Mundial y que vieron a sus padres esforzarse y progresar, viviendo realmente un genuino período de crecimiento y consumo allá por los años 60, a lo largo de su propia vida adulta han padecido el deterioro de sus empleos, sus ingresos, su capacidad de ahorro y de consumo y de sus esperanzas. Comprueban que viven peor que sus padres y sus abuelos; y lo que es mucho más grave, ven que el presente y el futuro son todavía mucho más sombríos para sus hijos.

Es un panorama que nos resulta muy familiar a los argentinos; en nuestros conurbanos vivimos realidades similares. Es lo que el papa Francisco ha caracterizado como la “cultura del descarte”, un despilfarro global que no se detiene ante nada, ni siquiera ante los seres humanos.

El crecimiento en Estados Unidos de las adicciones alarma a las autoridades y a las instituciones no gubernamentales. Incluso más grave es el aumento del consumo de alcohol, que en algunos estados alcanza a un cuarto de la población trabajadora que, sin acceso a otro entretenimiento, pasa su tiempo libre en el bar del pueblo, tomando una cerveza tras otra.

Desempleo. Todo esto puede parecer contradictorio con el índice relativamente bajo de desempleo de Estados Unidos. Pero lo que se perdió, acelerada y dramáticamente, es el empleo de calidad. Los obreros industriales despedidos han tenido que aceptar empleos de menor calidad, por una cuarta parte de lo que ganaban antes y sin acceso a ninguno de los beneficios de una sociedad capitalista avanzada.

Mandando a pique el sueño americano, el egoísmo globalizado del sistema ha ido arrojando los restos del naufragio en una acumulación de excluidos, de vidas precarizadas, sin horizonte ni esperanza.

Responsabilidades compartidas. Para que así fuese, mucho tuvieron que ver dos figuras señeras de la política estadounidense de las últimas décadas. Aunque aparecen como contrapuestas, las dos contribuyeron a un mismo resultado. Una de ellas fue Ronald Reagan, que en los años 80 emprendió la llamada “revolución conservadora”. Rodeado de una corte de “científicos sociales” desaforados, dedicados a experimentar sobre una sociedad que aún mantenía ciertos equilibrios, aplicó el conjunto de recetas que en su dudoso honor se recuerdan como Reaganomics y que el resto del mundo suele llamar “neoliberalismo”. Con ellas comenzó a cavar la tumba del sueño americano. Pero, como ha demostrado también la historia de otros pueblos –entre ellos, el nuestro–, para destruir el tejido social no alcanza con los que emprenden esa tarea cuchillo en mano y anunciando sus propósitos. Suele requerirse también que venga alguien prometiendo todo lo contrario. Este papel le correspondió a Bill Clinton, quien puso la lápida sobre los restos del American dream. Sembró expectativas al presentarse como lo opuesto a Reagan, pero la famosa frase que signó su campaña, “Es la economía, estúpido”, mostraba la triste realidad. Los grandes capitalistas entendieron el mensaje, lo aceptaron y actuaron en consecuencia. La “economía”, entendida por ellos como incremento ilimitado de la tasa de ganancia, de la “productividad” y la “eficiencia” a todo trance, chocaba con los niveles de vida de la mayoría de los estadounidenses. Y si no lo podían conseguir en Estados Unidos, lo harían en China, Vietnam, Malasia, México, o cualquier otra localización donde instalar sus negocios, sin tener que hacerse cargo de la “felicidad popular” y sus “altos costos”.

En este marco, el cúmulo de descartados, de arrojados por el hundimiento, fue alzándose hasta formar una montaña. Las sucesivas crisis financieras especulativas, consecuencia también de ese mismo capitalismo voraz, se encargaron de hacerla crecer hasta límites insospechados. Si hace ocho años una parte considerable de la población depositó sus esperanzas en la elección del primer presidente afronorteamericano, las políticas de Barack Obama no alteraron lo sustancial del sistema. Sus magros resultados terminaron por producir, además, lo que algunos analistas llaman un efecto de retroceso: el racismo y la discriminación, que nunca habían sido erradicados del todo, recrudecieron cuando una parte importante de la población blanca, anglosajona, protestante (los llamados “wasp”) sintió que peligraba su hegemonía social y cultural.

Un futuro oscuro e inaceptable. Entonces, un empresario y político aprovechador comenzó a raquear en el naufragio, en la montaña del descarte del sistema, en los trozos partidos del sueño americano, en las expectativas defraudadas, las frustraciones y

los rencores acumulados, en los prejuicios racistas y xenófobos, para ver qué podía sacar mediante una serie de propuestas altisonantes, voluntaristas, de muy difícil aplicación, y que si se llegan a aplicar tendrán costos tremendos. Armó su campaña con la habilidad del fabricante de ilusiones, vendiéndole a cada auditorio la promesa de lo que quería oír. ¿Qué espera un desesperado? El más mínimo fragmento de esperanza. Y un oportunista siempre está dispuesto a dárselo.

Muchos lo votaron por resentimiento, por rabia ciega contra un establishment que los trata como rezagos. Es la reacción visceral ante esa expresión denigrante con que los llaman las elites intelectuales supuestamente “progres”: white trash, desperdicio, desecho blanco.

¿Dará respuesta Trump a esas frustraciones acumuladas? Sin pretender hacer futurología, entiendo que no, porque la situación va más allá de su discurso voluntarista. Toda su vida ha sido y sigue siendo parte del sistema que lucra con la destrucción del tejido social, con esa “cultura del descarte” que en la mayor potencia

mundial se traduce en el naufragio del sueño americano. ¿Por qué habrían de cambiar, él y las grandes corporaciones estadounidenses, esa “lógica”, que es la del capitalismo mundial en la actualidad, siendo la propia economía norteamericana la creadora del monstruo? Insisto: lejos de ser un líder populista, en cualquiera de sus variantes, Trump es un atracador ocasional, que difícilmente haga historia; o sí, tal vez haga una historia trágica.

Y al decir esto, aclaro, no estoy cantando loas al populismo; es un tema serio y debe ser discutido con la debida profundidad, tomando en cuenta los aportes que puedan hacer los estudiosos del tema. Pero mi experiencia como

dirigente sindical me ha entrenado el olfato para distinguir entre lo que puede interpretarse como una postura ideológica, se la comparta o no, y lo que es el peor

género de oportunismo: el de quienes, lucrando con las desgracias sociales y los resentimientos generados, consolidan esta cultura de la exclusión, que se ha transformado en sinónimo del capitalismo moderno.

Y ante ello, tomando la frase bíblica, desde el fondo de mi corazón lo rechazo, mil veces lo rechazo.